martes, 11 de enero de 2011
Capítulo 1
Conducía de regreso a casa. El mismo trayecto de los últimos tres años. Era una noche lluviosa y fría. Los limpiaparabrisas funcionaban al máximo para desalojar el agua de la lluvia que impedía la visibilidad. Allí estaba ella, cómodamente sentada en su Citroën, ajena a la tempestad que se desataba en el exterior. Había sintonizado una emisora que radiaba música de forma ininterrumpida. Los focos del coche quebrantaban momentáneamente la oscuridad de la noche. Apenas había tráfico en la carretera, en los últimos cincuenta quilómetros tan sólo se había cruzado con dos vehículos. Era una vía secundaria poco frecuentada, sobre todo al finalizar el día. Ella disfrutaba de esa situación. Le encantaba conducir al caer la noche, cuando la circulación por las carreteras disminuía notablemente y tan sólo los poseedores de vidas errantes estaban obligados a tomar el coche, gozar de un ambiente cálido, logrado con el aire acondicionado, mientras en el exterior la temperatura apenas alcanzaba los seis grados centígrados, tararear las melodías que la radio le iba ofreciendo, distraerse en sus pensamientos, analizar cómo había transcurrido el día, organizar mentalmente su agenda del día siguiente. No le importaría tener que conducir durante horas. Esa actividad le consentía dedicarse tiempo a sí misma, abstraerse en sus pensamientos y reflexiones. Lo vivía como un momento de intimidad que le permitía alejarse de los quehaceres rutinarios e incluso dejar volar su imaginación. No le importaba la soledad que suponía sentarse frente al volante durante horas, incluso le resultaba curiosa la opinión de todos aquellos que insistían en que viajase aprovechando las horas de luz. Nunca llegó a entender el miedo manifiesto y palpable que la gente demuestra abiertamente a la oscuridad, el temor confuso e ininteligible que les causa, la obsesión con que la tiñen de negatividad y pesimismo, la tesón con que la asocian a una mayor probabilidad de sufrir los más variopintos percances o accidentes, los notables y continuos prejuicios que le atribuyen. Sin embargo, si tuviese que elegir, no dudaría en decantarse por la noche. No podría concretar los motivos, pero el bienestar interior que la invadía lo convertía en una actividad placentera, a pesar de que una vez finalizado el viaje, la tensión de tener que concentrarse en la conducción y en los peligros de la carretera se disiparía, y el cansancio y el agotamiento se apoderarían de ella. Pero el gusto de poder ver el mundo sin ella ser vista, que sus ojos pudiesen adentrarse en la oscuridad de la noche sin que nadie acertase a asociarlos a un rostro determinado. Se sentía como un detective que observaba el mundo desde un segundo plano, sin implicarse en su devenir. Inmiscuida en sus pensamientos se encontraba cuando la sorprendió la imagen borrosa e imprecisa de una mujer al margen izquierdo de la calzada. La velocidad a la que se desplazaba y las gotas de lluvia batiendo y resbalando sobre los cristales le habían impedido distinguir su rostro. No sabía si se trataba de una mujer joven o madura, incluso podría ser una anciana perdida, extraviada de su hogar en aquella noche de tormenta. Sólo acertaba a distinguir el vestido blanco y largo que ocultaba su cuerpo y la larga melena ondulada que caía sobre sus hombros. La mujer no caminaba, permanecía estática junto al arcén soportando la lluvia intensa que caía sin intención de resguardarse de la misma. Tras rebasarla, rastreó a través del espejo retrovisor el paisaje que había dejado a sus espaldas. No había rastro de ella, la tierra parecía habérsela tragado. Inquieta ante la fugacidad con la que aquella enigmática mujer había aparecido y desaparecido, y extrañada por la tenue áurea luminosa que la cercaba, no encontró explicación lógica y razonable a aquella visión. Sin pensar en las consecuencias que podría acarrear su acción, pisó el freno a fondo aferrándose fuertemente al volante. Sin saber cómo, consiguió mantener el coche en la carretera a pesar de lo resbaladizo que resultaba el asfalto. Acto seguido dio un giro de ciento ochenta grados y condujo hasta el lugar donde había visto a la joven. Pero allí no había nadie, perpleja y algo asustada se bajó del coche sin importarle la lluvia que caía cada vez con más fuerza. Gritó preguntando por ella pero no escuchó respuesta alguna. Desconcertada y empapada regresó al coche que había dejado en marcha en medio de la calzada. Retomó su rumbo y analizó minuciosamente lo que había sucedido en tan sólo unos minutos. La locura e impulsividad con las que había actuado le podrían haber provocado un disgusto, sin embargo, eso lo consideraba secundario, lo que realmente le preocupaba era lo que había visto, no encontraba ninguna explicación con la que esclarecer el suceso. Intentó convencerse de que el cansancio le había jugado una mala pasada, que había sufrido una alucinación. Se pellizcó la mejilla para corroborar que no se trataba de un sueño y continuó su camino. Todavía restaban varias decenas de quilómetros para llegar a su apartamento. Por primera vez deseaba estar en su hogar, sentada tranquilamente ante el televisor, emborrachándose con alguna serie de ficción y ajena al mundo real. Ansiaba fervientemente llegar, darse un baño de agua caliente acompañada de una suave música de fondo y bajo la luz de velas aromáticas esparcidas cuidadosamente por el cuarto, relajarse y dejar fluir sus energías hasta olvidar aquella imagen. Pisó el acelerador hasta alcanzar los ciento cincuenta quilómetros por hora. Sabía perfectamente que estaba cometiendo una infracción, que estaba cometiendo una negligencia que podía costarle muy caro, pero su estado de perturbación le hacía obrar de forma temeraria. Por fin divisó a lo lejos las luces de la ciudad, apenas unos minutos y estaría en casa. Absorta en sus pensamientos aparcó el coche en el garaje y llamó el ascensor. La blusa estaba húmeda y se le pegaba al cuerpo transparentando su ropa interior. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza y fue entonces cuando se percató de los temblores que le provocaba el contacto con la ropa mojada. Nada más acceder al interior de su apartamento dejó caer al suelo el abrigo y el maletín que portaba en sus brazos, se dirigió al baño y abrió el grifo de agua caliente de la ducha. El vapor empezó a empañar los espejos hasta que ya no era capaz de distinguir su reflejo. Se despojó de la ropa y se introdujo en la ducha. El agua hirviente discurría por su cuerpo, el contacto con ella consiguió que empezase a entrar en calor y dejase al margen aquella escena. La ducha había conseguido relajarla. Tras ella pudo ver todo con más claridad. Últimamente el trabajo la había tenido muy ocupada y tal vez esa vivencia había sido un toque de atención con el cual advertirla de que necesitaba urgentemente disminuir su ritmo, tomarse la vida con más calma y dedicar tiempo a sus pasiones y aficiones. Sin embargo, ella entendía que el momento profesional que estaba viviendo era algo puntual, que por diversos motivos se había prolongado en el tiempo. Muy pronto firmaría una tregua y volvería a la serenidad y sosiego indispensables para alejarse de las prisas y apuros de la última época. Así consiguió evitar los pensamientos negativos que la habían atormentado durante el trayecto, en los cuales se culpaba de no haber socorrido a aquella mujer. Después de tomarse un vaso de leche caliente se recostó en el sofá y se cubrió con una manta de tacto suave y aterciopelado. Encendió el televisor y permaneció atenta a una película que narraba la típica historia romántica de la pareja que tras muchos malentendidos consigue anteponer su amor a los intereses familiares. Perezosa, decidió pasar la noche allí mismo. Programó el móvil como despertador y apagó la luz. El cansancio consiguió que minutos después durmiese plácidamente. La mañana siguiente la vivió con la rutina diaria, el trabajo, apenas media hora para el almuerzo y de nuevo al trabajo. Así hasta pasadas las ocho de la tarde. Y de nuevo el trayecto de regreso a casa después de un día ajetreado.
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